Mi tierra

This is the 2nd chapter of my 2018 book, “Mi tierra - Homeland,” available now: Shop Now

Letra

Párame en la calle
Camino al trabajo
Pídeme papeles
Mándame al carajo

Nómbrame culpable
De tu bancarrota
Llámame un mojado
Créete un patriota

Pero esta es mi tierra, aunque sea prohibida
Por encontrarla arriesgué la vida
Y aunque me digan que es ilegal
Yo no la voy a dejar de amar
Esta es mi tierra, yo la he labrado
Yo la he sufrido, yo la he sudado
Y aunque yo sea de otro lugar
También merezco la libertad

Lava tú los platos
Limpia tú los baños
Suda tú en los campos
Pasa ahí tus años

Deja a tu familia
Pa’ labrar la tierra
Luego ven y tira
La primera piedra

Soy un turco en Alemania, un libanés en el París
Hoja que cayó en otoño tan lejos de su raíz
Un marroquí en Barcelona, en Arizona un mexicano
Pero con o sin papeles, soy tu hermano

Translation

Stop me on the street
On my way to work
Ask me for my papers
Tell me to go to hell

Say I’m to blame
For your bankruptcy
Call me a wetback
And believe yourself a patriot

But this is my land, even if it’s forbidden
I risked my life to reach it
And even if they tell me it’s illegal
I won’t stop loving it
This is my land, I’ve worked it
I’ve suffered for it, I’ve sweat over it
And though I’m from far away
I, too, deserve freedom

You wash the dishes
You clean the bathrooms
You sweat in the fields
For a few years

Leave your family
To work the land
And then come and throw
The first stone

I’m a Turk in Germany, a Lebanese in Paris
A leaf that fell in autumn, so far from its roots
A Moroccan in Barcelona, in Arizona a Mexican
But with or without papers, I’m your brother

(Scroll down for English)

Era una tarde calurosa y desorientadora en El Paso, Texas, y acabábamos de almorzar. Íbamos a pie de regreso a una casita alquilada, los ojos entrecerrados contra el sol. La calle, una arteria principal, era para autos, no peatones, sus aceras viejas y descuidadas. Envoltorios de comida rápida y colillas de cigarrillo salpicaban un paisaje sin sombra. Mi cuñado, Antonio, y yo platicamos de su entrevista de visa, que tendría lugar el próximo día, intercambiando una serie de conjeturas tanto esperanzadas como sombrías. “Tu abogado dijo que tu caso es sólido. No te preocupes”, seguido por “¿Y si dicen que no, mano?” De alguna manera, el debate en sí nos parecía productivo. 

“Mira, David”, me dijo mientras cruzábamos la calle. “Si dicen que no, cruzo de la misma manera que antes. Va a tomar tiempo. No tengo el dinero, y hombre, sería una desgracia, pero yo de plano regreso”.

Tan solo dieciséis horas después, viajábamos en un Volkswagen Jetta brillante, de la casita alquilada en El Paso a un hotel barato en Ciudad Juárez. Yo iba encantado de pasar una semana en Latinoamérica, aunque apenas fuera cuestión de unas cuantas millas. Mi última visita había sido a la Ciudad de México, la capital cultural de Latinoamérica. Caminé del Palacio de Bellas Artes al Zócalo por la calle Francisco Madero, un bulevar peatonal repleto de tiendas, cafés y restaurantes. Me compré un vinilo de Natalia Lafourcade y suficientes libros como para obligarme a cambiar la bolsa de mano en mano camino al hotel. Estaba seguro que Ciudad Juárez tendría algo similar que ofrecerme, alguna manera de deleitarme, de envolver mi latinidad en papel de regalo nuevo y obsequiármela una vez más. 

Miré a mi cuñado, callado, atormentado. Tenía los audífonos puestos y estaba mirando por la ventana, golpeteándose la pierna. 

Iba en la dirección equivocada. 

Había cruzado este tramo de tierra detestado más que unas cuantas veces, rumbo al norte, en expediciones interminables impulsadas por provisiones escasas y súplicas a los santos que le colgaban del cuello. Le había dado gracias a Dios al ver que se le acercaba la patrulla fronteriza. “¡Te dan una botella de agua y un aventón de regreso a México!”, me contó. Una vez que llegó al lado norte, intentó pasar desapercibido. Ni una sola multa de estacionamiento ni de exceso de velocidad. Siempre al acecho por cualquier señal de alerta, cualquier cambio en el viento que pudiera indicar que estaba en la mira de Inmigración y Control de Aduanas. Sabía que su vida allá era frágil. 

Cuando al principio recibió la carta notificándolo de su cita de visa en Ciudad Juárez, la idea de desaparecer le dio vueltas en la cabeza. Estaba casi seguro de que era una trampa, y solo querían que saliera del país. Por fin, decidió que tendría que presentarse, para bien o mal. Ahora, sentado a la par mía en el auto, tuvo la impresión de haber cometido un error.

Mientras más se acercaba la entrevista, menos se podía hablar de ella. Hicimos lo imposible por distraernos. Fuimos a la casa del cantante legendario mexicano Juan Gabriel en un Uber. Les dimos una vuelta a la catedral y la plaza central. Salimos a comer. Vimos una película mexicana al día. Y aunque no hay duda que las distracciones surtieron más que algún efecto, no lograron calmarlo. Podía ver cómo la tensión aumentaba en Antonio, como estática que invadía su cuerpo y seguía subiendo de volumen, ahogando cualquier otro sonido. La noche antes de la entrevista, como a las 11, apagué la lámpara sobre mi mesa de noche, y él todavía estaba despierto, sentado sobre las cubiertas de la cama con un mar de papeles esparcidos a su alrededor. Estaba comprobando que cada detalle estuviera en orden. Lo hacía para sentirse más seguro. Y al verlo obsesionado con cada hoja de papel, supe que el hombre había aprendido, en carne propia y por las malas, el poder de los papeles. Al día siguiente, tomamos el servicio de transporte del hotel al consulado estadounidense. No intercambiamos ni una palabra. Entregó el teléfono y la mochila y entró. Me senté afuera a esperar. 

Detrás de las paredes del consulado, mojados e ilegales se estaban transformando en residentes permanentes por medio de un sacramento de preguntas y sellos. Entraban luciendo sus mejores blusas, sus camisas más blancas. Hablaban su inglés más pulido. Se sentaban frente al escritorio de algún empleado en una silla vieja que chirriaba. En el momento de sentarse, no se les consideraba “lo mejor de México”. Traían “drogas . . . crimen . . . [eran] violadores”.

Su línea de pobreza era un dólar estadounidense al día. Pero contestar las preguntas correctamente les podía cambiar la vida. Si lograban hacerlo, un sello y una firma anunciarían su transformación. Y al levantarse de esa misma silla vieja con el mismo chirrido, tendrían derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad en terreno estadounidense. Su línea de pobreza se iría a las nubes. Llegaría a $24.600 al año para una familia de cuatro. Afuera, mientras el sol se desplazaba por el cielo y las sombras se le escondían sobre la acera, me senté a esperar con todo mi anhelo que le aprobaran la visa a Antonio. Y aun así estaba enojado con el poder de los empleados y sus sellos. Enojado porque sabía que sin ellos, Antonio perdería tanto y con ellos, su vida mejoraría para siempre. Porque yo sabía que él había sido un estadounidense admirable antes de siquiera entrar al consulado.

Unas cuantas semanas después, Antonio ingresó de nuevo a Estados Unidos, con visa. Esa mañana, del aeropuerto de Houston, subió una foto sonriente a Facebook con el mensaje:

“Ya de regreso en mi tierra. :D”. Poco después, me llamó a decir que acababa de recibir su tarjeta de residencia en el correo. “¡Hasta los pinches ojos se me están poniendo azules!”, presumió. Pronto se matriculó en la escuela, ahora con derecho a ayuda financiera. Le aseguré que podría contar con mi ayuda, que trabajar y estudiar al mismo tiempo iba a ser matado, pero valdría la pena. “A eso no le tengo miedo”, me contestó. “Yo le tengo miedo a quedarme como estoy. Ya con papeles, sería una vergüenza”.


It was a hot, disorienting afternoon in El Paso, and we’d just had lunch. We were walking back to our tiny vacation rental, squinting against the high sun. The busy street was built for cars, not bipeds. The sidewalks were old and weathered. Fast food trash and cigarette butts littered the shadeless desert landscape. My brother-in-law, Antonio, and I talked about his visa interview scheduled for the next morning: it was an endless sequence of speculations one way, then another. “Your lawyer said your case was strong. I wouldn’t worry about it,” followed by “What if they say no, man?” Somehow, the debate itself felt productive.

“Look, David,” he said, while we crossed the street. “If they say no, I’ll cross the same way I did last time. It’ll take some time. I don’t have the money, and, dude, it would totally suck, but I am coming back.”

Just sixteen hours later we were in a late-model Volkswagen Jetta, traveling from our El Paso rental to a cheap hotel in Ciudad Juárez. I was relishing being in Latin America for a week, even if only by a few miles. My last visit had been to Mexico City, a place I still consider the cultural capital of Latin America. I walked from the Palacio de Bellas Artes to the Zócalo along Francisco Madero street, a pedestrian-only passage lined with shops, cafés, and restaurants. I bought a Natalia Lafourcade vinyl record and enough books to make me switch hands from time to time as I carried them to the hotel. I was sure Ciudad Juárez had something similar to offer, some way to delight me by regifting my own Latinness.

I looked over at my brother-in-law, who was silent, brooding. He had his headphones on as he looked out the window and tapped his leg nervously.

He was going the wrong way.

He had crossed this loathed stretch of land more than a few times, northbound, on days-long expeditions fueled by scant supplies and pleas to the santos around his neck. He had given thanks to God when he saw the Border Patrol heading in his direction. “They give you a bottle of water and a ride back to Mexico!,” he told me.

Once on the north side, he had kept his head down. Never a speeding ticket, never a parking violation. He was constantly on the lookout for any warning signs, any shift in the wind that might signal he was being hunted by ICE. He knew his life there was fragile. When he first received the letter notifying him of this visa appointment in Ciudad Juárez, he toyed with the idea of disappearing. He was almost sure they were tricking him into leaving the country. At length, he decided he’d have to show up, for better or worse.

Now, in the passenger seat next to me, it occurred to him he may have made a mistake. The closer his interview got, the less he was able to talk about it. We did what we could to keep our minds off it. We took an Uber to legendary Mexican crooner Juan Gabriel’s house. We walked around the Catedral and Plaza Central. We ate. We watched a different Mexican movie every night. And though I’m sure the distractions were welcome, they were insufficient. I could feel the tension building inside Antonio, like radio static taking over his body, drowning out all other sounds.

The night before the interview, at around 11pm, I turned out my bedside lamp and he was still sitting up, on top of the covers, a sea of documents spread out on his bed. He was double-checking every line. It made him feel safer. And watching him obsess over each form, I knew this man had learned, through hard experience, the power of papers. 

In the morning, we took the hotel shuttle to the US Consulate. We didn’t speak. He handed me his backpack and his phone and walked inside. I waited. 

Behind the consulate walls, mojados and ilegales were being transformed into permanent residents through a sacrament of stamps and questions. They filed in wearing their best blouses, their whitest shirts. They spoke their smoothest English. They sat down across desks from office workers on old chairs. Squeak. As they sat down, they were regarded as “not [Mexico’s] best . . . bringing drugs . . . bringing crime . . . rapists.”

Their poverty line was $1 a day. But answering a few questions to the satisfaction of the office staff could change everything. If they succeeded, a stamp and a signature would announce their transformation. And when they rose again from that office chair—squeak—they would be entitled to life, liberty, and the pursuit of happiness on American soil. Their poverty line would skyrocket to $24,600 a year for a family of four. 

Outside, as the sun sailed across the sky and the shadows shifted on the sidewalk, I sat and hoped with all my strength that Antonio’s visa would be approved. And yet, I was angry at the power of the clerks and their stamps. Angry because I knew that without them, Antonio would lose so much, and with them, his life would change for the better. Angry because I knew he was a great American before he ever entered the consulate at all. 

A few weeks later, Antonio reentered the US with a visa. That morning, from the Houston airport, he posted a smiling photo on Facebook with the caption: “Ya de regreso en mi tierra. :D” Back in my homeland again. Not long after that, he called me to say he received his green card in the mail. “¡Hasta los pinches ojos se me están poniendo azules!,” he bragged. Even my damn eyes are turning blue!

Soon, he enrolled in school, eligible for financial aid. He began a new job search. I assured him he could count on my support, that working and going to school would be tough, but worth it. 

“A eso no le tengo miedo,” he replied. I’m not afraid of that. “Yo le tengo miedo a quedarme como estoy. Ya con papeles, sería una vergüenza.” I’m afraid of staying as I am. With papers, not changing would be a shame.

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